El hombre que mató a Don Quijote

Terry Gilliam 2018 Reino Unido

Un soñador en caída

Las astas de un molino pueden llegar a ser la obsesión de cualquiera que haya tenido la osadía, o más bien la templanza, de sumergirse en el clásico de la literatura universal “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Una imagen emblemática con la que arranca el último y esperadísimo trabajo de Terry Gilliam, quien llevaba ya demasiados años peleando contra gigantes propios y ajenos para poderla llevar a cabo. Sea como fuere, la maldición se ha roto.

Reuniendo actores fetiche, jóvenes en alza y lo mejorcito de los nacionales, el ex-Monty Python ha logrado crear toda una epopeya en pro de la fantasía desatada, mezclada con ese aire agridulce que inevitablemente se crea al enfrentarse a la cruda realidad, uno de sus contextos recurrentes y que le ha dado sus mejores frutos.

Sorprende la elección de Adam Driver como protagonista absoluto y doblemente “alter ego”,  que se verá arrastrado por y hacia su obra. El actor, conocido por la cinefilia por su papel en Paterson y por el mainstream como “el nuevo Vader”, dista a primera vista del histrionismo necesario para la ocasión, mas sin embargo se mete en el bolsillo el personaje como si hubiera sido escrito para él. Su partener, Jonathan Pryce, no se queda atrás y es quien dota al film del peso interpretativo, tanto por la trayectoria con el director, su talante y su buen hacer en el film, llegando a deleitarnos con las mejores escenas de esta obra. Por lo que respecta a la parte española del elenco, Gilliam no ha errado para nada en la elección de excelentes actores como el vehiculante Jaenada, pasando por los moriscos Sergi Gómez y Rossy de Palma, y destacando gratamente a la sorprendente Laura Galán. De hecho, el trabajo autóctono encaja tan a la perfección que incluso el “over the top” al que Mollà nos tiene acostumbrados últimamente -sobretodo en su etapa yanki-  no desentona para nada, aportando ese toque violentador tan necesario.

La enjundia de la novela de Cervantes siempre ha estado pululando en mayor o menor medida en la obra de Terry Gilliam, por lo que “El hombre que mató a Don Quijote” se preveía, lógicamente, como una cumbre al respecto. En ella se encuentran dos ejes narrativos interconectados: la decadencia del artista frente al éxito y la reacción ante una realidad inevitable e inasumible. El primero, que bien podría tener tintes autobiográficos, contempla algo que acontece a muchos creadores cuyas obras llegan a un zenit artístico; el éxito que lleva a la pérdida del idealismo, seguido de una espiral de superficialidad, autocomplacencia y desidia que llega incluso a deshumanizar el artista. En cuanto al segundo eje, este se traduce en la negación absoluta del yo ante la antiutópica realidad, llegando a no ver más salida racional que la locura; he aquí la abstracción del caballero manchego y la obsesión del director de “Brazil” o “Las aventuras del barón Münchausen”.

El último film de Gilliam vuelve a la carga con un discurso interesante y, aunque no decepciona, pues supera anteriores aproximaciones, dista de ser todo lo perfecto -o por lo menos icónico- que se esperaba. Sin duda, los problemas de producción han podido hacer mella en su consecución, y aunque nos quedamos con excelentes escenas, sobrevuela la sensación de no haber alcanzado la cima prevista. La maldición ya no existe, mas perdura la hazaña inalcanzada; un final irónico para un soñador en plena caída.

Silvia G. Palacios